por Ignacio Sotelo.
Se han dado muchos significados a la palabra nación, pero si se la identifica con la posesión de una lengua, la Cataluña bilingüe sólo es una nación a medias. De ahí deriva la presión para que se ‘normalice’ el catalán
(…)
Lo más grave y peliagudo es que el término de “nación catalana” no constituye tan sólo un problema de encaje jurídico-constitucional -un derecho vivo ha de encontrar siempre la forma de adaptarse a la realidad, y no a la inversa-, sino que la idea herderiana de nación, basada en la posesión de una lengua propia, a la que se remiten los catalanes desde el siglo XIX, no se ajusta a la realidad. Si la nación se identifica por la posesión de una lengua, la Cataluña bilingüe es una nación a medias, al compartir territorio con otra nación, que tiene como lengua materna otra lengua, aunque conozca y se desenvuelva también en catalán.
La idea herderiana de nación se basa en que cada pueblo tiene una lengua propia que expresa su forma de ser. Medida con este criterio Cataluña, más que una nación, es el afán de llegar a ser una nación -en construir la nación consiste el empeño básico del catalanismo- que lo conseguiría el día en que toda la población tenga el catalán como primera lengua materna, y no sólo vehicular, a la que se añaden las otras lenguas de uso, el castellano y el inglés.
La cuestión de la lengua es así la cuestión central del nacionalismo catalán en la que no puede admitir retrocesos. Todos los habitantes de Cataluña tienen el deber de dominarlo, la Administración comunica con el público sólo en catalán y la enseñanza desde el jardín de infancia hasta la universidad se hace en catalán. Cataluña será una nación plena cuando tenga una sola lengua con la que se identifiquen todos sus habitantes, aunque se mantengan otras lenguas de uso y comunicación.
Pero por alta que haya sido la presión lingüística bajo el manto de la normalización, y ha ido en aumento, los resultados son bien mediocres. Cataluña sigue dividida en dos comunidades lingüísticas, la castellano y la catalanoparlante.
Si se toma en serio a Herder, Cataluña no sería una nación, sino dos. Si es cierto que hasta ahora conviven pacíficamente, la existencia de dos “naciones” plantea cada vez más problemas a dos minorías, que lo son todavía, pero que crecen con rapidez. La una pretende que se respete el castellano como lengua oficial, sobre todo en la Administración y la enseñanza; pero nada tendría consecuencias más catastróficas que se bifurcase la enseñanza en escuelas catalanas y castellanas para que los padres pudieran elegir. La otra se enfurece cada vez más porque, pese a más de 30 años de “normalización lingüística”, en ciertos ámbitos, como son la prensa y el libro -se venden tres en castellano por cada uno en catalán- el castellano sigue siendo la lengua dominante.
Más grave aún, una buena parte de la población inmigrante, pese a residir largos decenios en Cataluña y dominar el catalán sigue identificándose como aragonesa, gallega, extremeña o andaluza.
Fuente: El término más complejo del Estatut, en El País
Se han dado muchos significados a la palabra nación, pero si se la identifica con la posesión de una lengua, la Cataluña bilingüe sólo es una nación a medias. De ahí deriva la presión para que se ‘normalice’ el catalán
(…)
Lo más grave y peliagudo es que el término de “nación catalana” no constituye tan sólo un problema de encaje jurídico-constitucional -un derecho vivo ha de encontrar siempre la forma de adaptarse a la realidad, y no a la inversa-, sino que la idea herderiana de nación, basada en la posesión de una lengua propia, a la que se remiten los catalanes desde el siglo XIX, no se ajusta a la realidad. Si la nación se identifica por la posesión de una lengua, la Cataluña bilingüe es una nación a medias, al compartir territorio con otra nación, que tiene como lengua materna otra lengua, aunque conozca y se desenvuelva también en catalán.
La idea herderiana de nación se basa en que cada pueblo tiene una lengua propia que expresa su forma de ser. Medida con este criterio Cataluña, más que una nación, es el afán de llegar a ser una nación -en construir la nación consiste el empeño básico del catalanismo- que lo conseguiría el día en que toda la población tenga el catalán como primera lengua materna, y no sólo vehicular, a la que se añaden las otras lenguas de uso, el castellano y el inglés.
La cuestión de la lengua es así la cuestión central del nacionalismo catalán en la que no puede admitir retrocesos. Todos los habitantes de Cataluña tienen el deber de dominarlo, la Administración comunica con el público sólo en catalán y la enseñanza desde el jardín de infancia hasta la universidad se hace en catalán. Cataluña será una nación plena cuando tenga una sola lengua con la que se identifiquen todos sus habitantes, aunque se mantengan otras lenguas de uso y comunicación.
Pero por alta que haya sido la presión lingüística bajo el manto de la normalización, y ha ido en aumento, los resultados son bien mediocres. Cataluña sigue dividida en dos comunidades lingüísticas, la castellano y la catalanoparlante.
Si se toma en serio a Herder, Cataluña no sería una nación, sino dos. Si es cierto que hasta ahora conviven pacíficamente, la existencia de dos “naciones” plantea cada vez más problemas a dos minorías, que lo son todavía, pero que crecen con rapidez. La una pretende que se respete el castellano como lengua oficial, sobre todo en la Administración y la enseñanza; pero nada tendría consecuencias más catastróficas que se bifurcase la enseñanza en escuelas catalanas y castellanas para que los padres pudieran elegir. La otra se enfurece cada vez más porque, pese a más de 30 años de “normalización lingüística”, en ciertos ámbitos, como son la prensa y el libro -se venden tres en castellano por cada uno en catalán- el castellano sigue siendo la lengua dominante.
Más grave aún, una buena parte de la población inmigrante, pese a residir largos decenios en Cataluña y dominar el catalán sigue identificándose como aragonesa, gallega, extremeña o andaluza.
Fuente: El término más complejo del Estatut, en El País
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