por Félix Ovejero Lucas, El País, 6 de marzo de 2006
Yo no sé muy bien cuál es la lengua de Cataluña. Lo que sí resulta más fácil determinar es la lengua de los catalanes. Según recordaba este mismo periódico en un informe reciente, el castellano, además de la lengua común, es la lengua materna de la mayor parte de los catalanes. Exactamente, mientras el 53,5% de los catalanes tiene como lengua materna el castellano, el 40,4% tiene el catalán. Una diferencia apreciable: 13,1%. Todo eso es conocido y no hay que darle más vueltas, o sólo unas pocas cuando esa realidad bilingüe es negada por las instituciones. Cuando, por ejemplo, en los hospitales la información está exclusivamente en catalán, lo que no es una broma para la población de mayor edad y más pobre, la más necesitada de asistencia médica pública. Claro que se podría aplicar el criterio de Artur Mas cuando, a propósito de la enseñanza, recomienda: "Que monten un colegio privado en castellano para el que lo quiera pagar, igual que se montó uno en japonés en su momento". Pues eso, que se editen ellos los folletos.
Pero el resultado más llamativo del informe es otro: un 48,8% de los entrevistados cree que su lengua propia es el catalán. Es decir, hay catalanes que consideran que su propia lengua no es su lengua propia. La anomalía no es importante en número pero sí en naturaleza. Todos consideraríamos que ha perdido el juicio un individuo chaparro y cetrino que dijera de sí mismo que, en realidad, como en la copla, él era "hermoso y rubio como la cerveza". Esto es, que no se parece a su propia identidad. Una idea rara. Por definición uno es idéntico a sí mismo. Casi todas las acepciones de las muchas de la palabra "alienación" están recogidas en un comportamiento como éste.
¿Cómo ha podido suceder esta anomalía? No se me ocurre otra explicación que la labor de una clase política que se ha inventado un país que no existe y, sistemáticamente, a costa de lo que sea, se empecina en encajar la realidad en el mito para después reclamar en nombre del mito. Es la historia común de los nacionalismos según la eficaz fórmula de Hobsbawm: la invención de una tradición. En este caso la operación es bastante precisable: una lengua dota de identidad, una identidad sirve de cimiento a una nación y una nación requiere un Estado. Más doméstico y cercanamente, el proceso estatutario es un ejemplo espléndido de cómo se ceba la ficción. La reforma del Estatuto no respondía a ninguna demanda social. Los catalanes estaban muy satisfechos con su grado de autogobierno e, indiferentes a la agitación mediática y a las atosigantes presiones políticas, consideraban la reforma del Estatuto la menor de sus inquietudes. Así lo mostraron sucesivas encuestas que no se ven replicadas por el argumento de que el nuevo Estatuto (¿cuál?) viene respaldado por el 90 % del Parlamento catalán. Un argumento con muchas costuras que, en cualquier caso, no es de recibo cuando procede de quienes forman parte de ese 90%. En particular: si el PSOE apoya un proceso, no puede después alegar que hay que tomárselo en serio porque cuenta con muchos apoyos. Eso es como el jayán que, después de animar a la gamberrada, pillado en falta, alega "es que los otros hacen lo mismo".
Entiéndase, la novedad no radica exclusivamente en que la clase política apenas se parezca a la sociedad catalana. Eso, en principio, no es excepcional. La sociología radical anglosajona de los sesenta mostró convincentemente los muchos abismos sociales que separan a los ciudadanos de sus representantes. Y también que tales abismos no salen gratis. Las redes familiares e informales de quienes comparten colegios, universidades, despachos y parentela deciden el inventario de los problemas relevantes y las soluciones aceptables. No es un problema de mala fe, de que gobiernen al dictado del comité central de la burguesía; es peor, es que, honestamente, los problemas, las "preocupaciones de la sociedad" que reconocen son los de los suyos. Sencillamente, no saben que existen otros. El núcleo cabal de las medidas de discriminación positiva en las instituciones representativas es un intento de responder a esa anomalía democrática.
La particularidad de la clase política catalana es que ese abismo se superpone a una reivindicación identitaria. Al final de todas las intervenciones de los políticos catalanes hay una apelación a una identidad propia. El problema, claro, es que la identidad de la sociedad catalana no se parece a la de los políticos. Para decirlo brevemente, Maragall no es Evo Morales. No forma parte de los excluidos. Más bien al contrario. La evidencia empírica es abrumadoramente elocuente. Por ejemplo, la recogida en la tesis doctoral de Thomas Jeffrey Miley presentada en la Universidad de Yale sobre The Politics of Language and Nation: the Case of the Catalans in Contemporary Spain. Los datos, y son legión, resultan inequívocos: mientras el 43% de la población reconocía que su "identidad lingüística" era el castellano, entre los parlamentarios, cuando se les preguntaba si se consideran castellanohablantes, la cifra se queda en 7,1%. Y algún otro más: mientras, entre la población de origen inmigrante, la tasa de "abandono" de la propia lengua resultaba inapreciable, ese porcentaje era extremadamente alto entre maestros, parlamentarios y políticos locales. En breve, si querían entrar en el club de las almendritas saladas tenían que dejar "la identidad" en la puerta. Y ello sin garantías de atravesar el dintel. Porque la sociedad catalana, en contra de los tópicos, muestra una porosidad feudal a la hora de admitir nuevos invitados: la movilidad social de los últimos veinticinco años ha disminuido respecto a los veinticinco anteriores. Sobre esto también hay solventes investigaciones. Por cierto, también en inglés.
La clase política se ha esmerado en crear un paisaje social a su imagen y semejanza. El empeño ha sido tenaz, se han gastado muchos dineros, se ha tutelado durante años y, aunque magros, los resultados van llegando. No es difícil. La realidad resulta irrelevante para que prendan los mitos tribales. Un conocido experimento psicológico muestra que si en un grupo de personas pedimos que se identifiquen aquellos cuyo número de DNI termina en 7, al rato, los del 7 encuentran que se parecen, que son distintos a los demás. Nada hay más sencillo que fabricar una identidad. Sobre todo cuando se reboza de algunas cuentas trucadas sobre balanzas fiscales, que, por supuesto, siempre se echan entre nosotros, los del 7, y los otros, nunca comparando a los del 7 entre sí.
La tarea ha sido realizada con paciencia mineral durante años. Sin cejar y sin reparar en la pulcritud democrática de los procedimientos, pero discretamente. La novedad es que ahora, con el nuevo Estatuto, se ha dejado por escrito en letras grandes y con los focos iluminando. Absortos en su propia burbuja, los políticos catalanes creían que su mundo era el mundo, y de pronto se sorprenden cuando "en Madrid" se quedan estupefactos ante el nuevo texto y, no menos, ante la escenificación con la que se presenta en el Parlamento español. No es que "en Madrid" estuvieran más cerca de la realidad de Cataluña, es que no estaban tan lejos del planeta Tierra.
Un texto legal no es un inventario de almacén. No tiene que describir el mundo, si los ciudadanos son bajitos, morenos o divertidos. No tienen que decirnos cuál es nuestra lengua apropiada. La verdad es que, si se trata de proclamar simpatía a los textos legales sobre estos asuntos, yo me quedo con la Constitución y el Estatut de la República. Pero, en fin, si resulta obligado jugar a la contabilidad, por lo menos que se cumpla con la exigencia primera del género: la veracidad. El proyecto de Estatuto salido del Parlamento catalán parecía un manual de historia natural. Pero de los del siglo XVI, trufados de animales fantásticos. Lo peor es que ahora, desde los laboratorios, se empeñarán en que los ciudadanos nos parezcamos a centauros, unicornios y quimeras.
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